Todo comienza cuando se anuncia la futura actuación del cantante malagueño en la ciudad charra después de su primera visita hace tres años; la ansiedad por poseer la entrada no queda saciada hasta que puedes sentir el tacto de la misma entre tus dedos tan solo un día después de que salgan a la venta.
La locura y la impaciencia aumentan progresivamente a medida que la cuenta atrás del evento indica que la fecha está cada vez más cerca. Las canciones de los diversos discos del cantautor se suceden durante todo el día en los altavoces y posteriormente se repiten una y otra vez en tu cabeza; las semanas pasan contemplando como Pablo recorre el país de escenario en escenario y se entrega en cuerpo y alma a sus fieles seguidores, a su legión de ángeles. El joven mueve masas allá donde va, y junto a sus fans soporta viento, lluvia, calor y todo lo que se interponga en su camino con el fin de complacer a los numerosos seguidores que han realizado una larga espera y que han venido desde diferentes lugares para disfrutar de su música.
El cansancio se acumula a medida que recorre los cientos de kilómetros que separan sus destinos, pero nada es comparable al cariño y a la intensidad con que lo corresponde la familia alboranista allí donde va. El aforo se completa y las entradas se agotan al mismo tiempo que arrasa por donde pasa.
Ha llegado la noche anterior al concierto y los nervios comienzan a estar en su punto álgido, el sueño desaparece y dentro de tan solo un par de horas te encontrarás haciendo cola a las puertas del multiusos Sánchez Paraiso.
A doce horas del concierto, el frío y la lluvia hacen mella en aquellas personas que hacemos frente al cansancio sobre el gélido suelo, resguardándonos con mantas y pasando el tiempo escuchando sus éxitos. Los minutos pasan rápidamente
mientras conversamos y conocemos a gente que comparte nuestro mismo sueño, hasta que de pronto las puertas se abren y todos comenzamos a entrar entre carreras, luchando por una plaza en las primeras filas.
Tras unas cuantas horas más de espera en el interior del pabellón y tras conseguir una merecida tercera fila, el concierto nos da la bienvenida; los músicos comienzan a aparecer en el escenario y por fin Pablo aparece desde atrás cantando "Está permitido", es difícil contener las lágrimas cuando te das cuenta de que está a tan solo un par de metros de ti. Y es entonces cuando empiezas a sentir la magia que se desprende de su voz, el empeño y el esfuerzo que se esconden detrás de cada melodía, la gratitud que intenta trasmitir mientras acaricia con dulzura las teclas del piano, y esperas que nunca llegue el momento en el que tengas que decir adiós al chico de los lunares. Pero tras dos horas acaba llegando a su fin y el pabellón corea junto al cantante el himno que dice adiós a cada ciudad: "Despídete".
Celia
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